Un estudio poco riguroso y sesgado sobre la romcom
- Eleanor Rigby
- 9 may 2024
- 6 Min. de lectura
Los años no pasan en vano, amigas. El cinismo aterriza en nuestros corazones como una enfermedad infecciosa y nos arrebata el velo de ilusión tras el que siempre hemos visto nuestras películas predilectas.

Siempre me he preguntado cómo demonios es posible que alguien piense, from the bottom of their heart, que mi mejor novela es una que escribí con diecisiete años en los descansos entre clase y clase y sin haberme documentado ni por piedad. Sobre todo porque desde entonces creo haber demostrado que la madurez y el estudio profundo de los contextos históricos colaboran en la construcción de una obra narrativa de técnica y complejidad superior.
Comprendo que existen los gustos y las opiniones, y no es ningún misterio que un amplio número de lectoras poseemos el don de patear el aire sin perder la sonrisa boba de la cara cuando el personaje peor construido y más despreciable que haya podido concebir la mente humana dice el primer «te quiero». Pero, desde mi punto de vista, no se pueden contemplar las debilidades y preferencias aislándolas de otros factores. Como, por ejemplo, el momento en que se disfrutaron.
Pues claro que le vamos a reservar un cariño inmortal a un libro que nos leímos en Wattpad a los dieciocho años. Éramos jóvenes, teníamos esperanzas de futuro, creíamos en el amor... y era tan divertido abusar de la opción de «comentar» para insultar al protagonista que deberían haberlo ilegalizado. Así creábamos comunidad con el resto de lectoras, perfectas desconocidas de Barranquilla o de Vancouver que en aquel entonces podíamos llamar amigas. No es equiparable con la igualmente magnífica (pero tal vez menos atractiva) experiencia de tragarte tus percepciones mientras deslizas las páginas virtuales de un Kindle, cosa que además hacemos sin ningún autocontrol y con el inevitable resultado: el libro de Wattpad lo recordamos como nuestro nombre y apellidos, y el que nos fumamos en una tarde se desdibuja a los quince días.
Esta es la primera hipótesis que quiero trasladar al acoso y derribo que se comete actualmente contra las comedias románticas de la gran pantalla. Menos mal que han venido Glen Powell y Sydney Sweeney a redescubrir el enemies to lovers enseñándonos sus cuerpazos esculpidos en HD, porque, hasta el momento, se suponía que la romcom estaba de capa caída.
El otro día tuve la oportunidad de pelearme con una persona veinte años mayor que yo sobre el asunto. Ella sostenía que Las Verdaderas Comedias Románticas se extinguieron en el preciso instante en que Nora Ephron (búsquenla; ni canta, ni baila, pero hay que verla) dejó de escribir guiones (recordemos joyas como Cuando Harry encontró a Sally, Tienes un email), y yo creo que la Golden Hour del género llegó hasta bien entrados los 2000. Porque despreciar El diario de Bridget Jones, Cómo perder a un chico en diez días y La cruda realidad incurre en la clase de negacionismo que, sin perdón, raya en la ignorancia. Pero ¿por qué las desprecia? Porque no son películas de su generación, y aquí cada uno barre para su casa: apuesto a que una señora nacida en el cuarenta te dice que la mejor romcom de la centuria es Con faldas y a lo loco (y no se equivocaría, por otro lado). Pero se saca la banderita de Mi Época Es Mejor porque una no es igual de propensa a tragarse tramas rocambolescas a los dieciséis añitos, fiera, que a los treinta.
Los años no pasan en vano, amigas. El cinismo aterriza en nuestros corazones como una enfermedad infecciosa y nos arrebata el velo de ilusión tras el que siempre hemos visto nuestras películas predilectas.
Y, aun así, una vez se convierten en tales, nada ni nadie puede arrebatarles el podio. Ni siquiera el sentido común.
Me explico.
El otro día tuve el inmenso placer de ver Siete novias para siete hermanos en pantalla grande, una película cuyos diálogos conozco de memoria desde la tierna edad de ocho años. Para quien no lo sepa, es un musical de los cincuenta donde una caterva de leñadores con las neuronas justas para no cagarse encima deciden secuestrar a un puñado de señoritas apoyándose en la leyenda del rapto de las sabinas. Más o menos. Lo peor ni siquiera es eso, sino que plasman sus despreciables objetivos en una canción (un temazo como no se ha escrito otro) que asegura que el mito lo escribió Plutarco cuando en realidad fue Tito Livio. El caso es: ¿alguien cree que por pertenecer a la corriente ideológica del feminismo y abanderarlo como si me reportara beneficios económicos voy a dejar de fantasear con que los hermanos Pontipee me echan al hombro? No, señoría, y no me parece un contrasentido.
Pero de la demonización del arte de estar hecho de pequeñas contradicciones, saber racionalizar nuestros gustos culpables y la inteligencia que denota cambiar de opinión sin achantarse por abandonar un determinado discurso ya hablaremos otro día.
«¡Pero las romcoms actuales dan vergüenza ajena!». Mucho me temo que el humor ridículo del que echan mano para alcanzar a todos los públicos ha dado vergüenza ajena desde La Creación. Personalmente, más gracia me hace El gran Lebowski, pero a mi abuela te aseguro que no. Y exigirles veracidad o complejidad alguna va en contra de la definición del género. «¡Pero es que las de hoy en día son muy tóxicas!». Os reto a encontrar una sola romcom, contemporánea o con más años que la tana, que no reproduzca los roles de género en mayor o menor medida. Todas y cada una de ellas parten de la diferenciación de Lo Masculino y Lo Femenino. Además, los cuatro tópicos que repiten hasta la saciedad son jodidos en sí mismos... y no por ello menos realistas. A ver si vosotras nunca habéis sentido celos y actuado en consecuencia como locas de atar. Y no iremos a pensar que una peliculita maja sobre el poder del amor pretende predicar sobre el saber estar y el buen querer..., ¿verdad?
Los únicos argumentos que estoy dispuesta a cederos son los siguientes: los directores de casting se molestan entre cero y nada en encontrar dos actores que se miren y salten chispas, o que por lo menos se miren y no parezcan estar pensando en la lista de la compra (¿qué coño fue esa «romcom» de Reese Witherspoon y Ashton Kutcher? Sigo esperando unas disculpas públicas y la dimisión de los altos mandos). Por otro lado, la mayoría de las películas las produce Netflix, y todo el mundo sabe que Netflix debería gastar su dinero en emprender proyectos algo menos dolorosos para los sentidos, como, por ejemplo, practicarse una lobotomía (exceptuando la PERFECTA The Holidate. Peliculón de Emma Roberts). Para acabar, cabe mencionar el que para mí suele ser el problema: esa calidez granulada de las películas de los ochenta y los noventa, esos filtros que hacen tan reconocibles y agradables a la vista los filmes de la primera década de los 2000, han desaparecido en el presunto beneficio de una mejor visibilidad.
Como ustedes comprenderán, a mí los poros de Glen Powell me la bufan. Y sus abdominales más de lo mismo. Devuelvan la gloria del pseudo filtro analógico, por Dios. Solíamos ser un país con principios.
La gente tiene hambre de comedias románticas que no la dejen con la sensación de haber perdido miserablemente el tiempo. Yo la primera. No estoy en posición de negar que haya que hacer jodido buceo de profundidad entre las novedades, y no ya para encontrar el cofre del tesoro, sino para toparse con algo que se deje ver. Pero ¿por qué es tan difícil hallar romcoms que de verdad nos manden a la cama con un 50% menos de hiel en el sistema y la creencia de que la humanidad merece ser salvada? Pues porque aquí tu típico productor comercial Ronnie (seguro que se llama Ronnie) se cree que conoce a las mujeres (tercer divorcio, ¿no, Ronnie?), y no cualquiera puede escribir un guion de estas características.
¿Me habéis oído? Lo repito para la gente del fondo: NO CUALQUIERA PUEDE ESCRIBIR UNA ROMCOM.
Una cosa sí digo. Lo de que a uno le entren los siete males de la vergüenza ajena asistiendo a una declaración de amor suele depender más de las propias percepciones del sujeto sobre el romanticismo que de la calidad de la película. Por eso el mundo de las citas se nos está quedando precioso en esta dura economía: porque hay dos tipos de persona, la que se tapa un ojo y mira de soslayo la televisión en plena escena de amor, a duras penas conteniendo la bilis o la carcajada irónica, y la que señala al protagonista y dice con pleno convencimiento «soy yo literal».
No sé cuál es peor. Ni la vida es una romcom (y mejor, ¿no? Creo que hay más resbalones trágicos ahí que en una de Fast & Furious, y en la peli no la diñas, pero en la vida real habría que verlo), ni un personaje que se expone al rechazo, persiste en su empeño con valentía o da segundas oportunidades es un pringado. Que lo mismo hay que dejar los discursitos políticos y lo que hemos aprendido en terapia de pareja antes de ver una película que celebra los sentimientos. En las romcoms hay más contenido que conviene absorber y aplicar a nuestra vida diaria de lo que puede considerarse criticable, aunque solo sea la idea general de que hay que estar receptivo a la ilusión y el amor aparece cuando uno se muestra tal y como es, vulnerabilidad incluida.
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