Un ensayo caótico (y sin revisar) sobre la nostalgia
- Eleanor Rigby
- 17 may
- 5 Min. de lectura
No se está tan mal persiguiéndome la cola.

Me pregunto si existirá el número de cigarros fumados que podría conducirme a la parada cardiaca ipso facto o si la condición del tabaco es matarte solo lentamente. Me pregunto si así es como deberíamos diferenciar las cosas: las que te matan despacio, en una lenta agonía, y las que te matan en el acto, porque el claro denominador común es que ambas (todas) acaban contigo porque las quieres.
He admitido para el pasmo de mis interlocutores que fumo por hacer algo con las manos. Porque me aburro. Soy esa clase de tipa incomprensible o, a lo mejor, demasiado relatable. Sea por los tiempos frenéticos en los que vivimos o porque me he acostumbrado a vivir en una feria permanente, he quedado reducida al modelo de persona que hace las cosas porque se aburre. Me apunto a un plan que no me interesa con personas que no me interesan porque la alternativa es aburrirme en mi casa. Deslizo vídeos de TikTok aun siendo consciente de que está pudriéndome el cerebro poco a poco porque, si no, ¿qué hago? ¿Me aburro? A lo mejor me está aburriendo mortalmente lo que me está contando esta chica tan mona que se aplica el concealer que da gusto, pero es otro tipo de aburrimiento; es un aburrimiento entretenido. Es el aburrimiento de estar haciendo algo que bloquea el temor de hundirme en la nada. También me aferro a un enamoramiento que ya no tiene ni pies ni cabeza porque no quiero enfrentarme al aburrimiento del vacío emocional, incluso si lo contrario del vacío emocional es el infierno en la Tierra.
Estoy firmemente convencida de que no soy la única que adolece de esta extraña enfermedad.
Conste que «aburrimiento» no es como llamo yo estar tan en paz contigo mismo que no sientes la ansiedad de la incertidumbre. Más que nada porque «paz mental» y «platillo volante» pertenecen indistintamente al plano de la fantasía. Eso de estar en paz con uno mismo solo lo dominaron de manera envidiable algunos dalái lama y, quizá, el Papa Francisco: gente que está convencida de que todo se andará y ha aprendido a ver la muerte como una segunda oportunidad. «Aburrimiento» es como llamo yo a no sentir nada. Por recuperar a la figura del difunto Padre de la Iglesia, que siempre habló mucho mejor de lo que hablará nunca esta humilde servidora, «me gusta pensar que el infierno está vacío».
Tengo cero tolerancia a esto de aburrirme. Es una de esas herramientas vitales para enfrentar la vida de las que me he desprendido en la edad adulta, porque creo que de niña se me daba mejor capear las horas muertas, o al menos podía capearlas sin que me consumiera la desesperación. Hay obsesos de la hiperproductividad que no soportan aburrirse porque deberían estar haciendo algo; yo no lo soporto porque es cuando mi mente más trabaja, y no en mi favor. Más bien en mi contra.
Ana Milán comentó en una entrevista que la felicidad no permite el autoconocimiento y que cuando estamos contentos venimos a ser una manada de burros, idiotizados por un sentimiento excelso. Lo suscribo. Y da la casualidad de que yo solo estoy contenta cuando estoy distraída. Podría decirse que he alcanzado el último grado de la adultez, pues. Por fin me ha sido concedida la medalla de honor: tía, eres oficialmente una persona adulta. A partir de hoy, no podrás ver pasar un día sin correr de un lado para otro como si el diablo te estuviese persiguiendo. Porque, si te detienes, entonces un pensamiento te cruzará la cabeza. Y los pensamientos que tienen los adultos proponen problemas de imposible solución.
Cuando era una cría pensaba que esto de los tsunamis y las arenas movedizas iba a suponer mi absoluta devastación tarde o temprano. Resulta que no, y que lo peor que te puede pasar no es meter un pie en el barro de la jungla, sino sentirte fuera de lugar con alguien a quien antes querías a morir, o aceptar que la muerte es un fenómeno inmutable, o lidiar con el hecho de que la gente puede pisotearte el corazón y acto seguido dormir a pierna suelta. No es como si combatir el aburrimiento ocupando las manos con un cigarro, la boca con una conversación de besugos y la mente con el algoritmo de las redes sociales fuera a evitarte incidir en estas cuestiones, por desgracia. A veces te llegas con la bici a la montaña en excelente compañía y lo único que se te ocurre pensar, todavía con el aliento fatigado y mariposas en el estómago de reírte con tus amigos, es cuánto te habría gustado estar en ese momento en otro sitio, en otros brazos. Sitios y brazos a los que no vas a poder volver jamás, claro.
De pequeña ya era bastante reflexiva, así que me podía figurar que la muerte y las rupturas me supondrían un trastorno. Pero nunca se me pasó por la cabeza que el verdadero enemigo que habría de combatir de por vida sería la nostalgia. Nunca se me ocurrió que, para colmo de males, la nostalgia no sería un rival feroz y tan incomprensible, tan incapaz de existir fuera de la neurosis, que con dos sesiones de terapia podría erradicar sin esfuerzo. Ah, no. La nostalgia es una vieja amiga que se presenta en tu casa cuando se le canta en las narices y se pone a recordar los buenos tiempos con una plácida sonrisa y un brillo entusiasta en los ojos. Y no la puedes echar por eso, por la plácida sonrisa, por el brillo entusiasta, y porque ambos factores son contagiosos. Nunca sabes si alegrarte porque vino o respirar aliviada cuando se va. La nostalgia vive haciendo malabares en esa dicotomía y tiene un equilibrio circense que es de admirar. La nostalgia no es ni combativa ni perversa. Nunca pretende apuñalarte, pero te deja el cuchillo sobre la mesa por si te apeteciera cogerlo y herirte a ti misma, qué considerada es. La nostalgia es olvidadiza, eso sí. A veces te cuenta las historias con pelos y señales y como un colmo de diversión, y otras, en cambio, te las narra con una crudeza exagerada, y entonces cuál es la verdad.
Qué amiga tan trastornada, tan excéntrica, debería dejar de abrirle la puerta, pero ¿cómo vas a mandarla al carajo? ¿Cómo vas a renunciar a todas esas historias que trae, con lo felices que te hicieron? Son la prueba de que viviste.
Además, un poquito de dolor siempre es irresistible.
Hay algo en la voz y en la forma de componer de Álvaro, Guitarricadelafuente, que me recuerda a esa vieja amiga mía. Últimamente no paro de escuchar la canción Full Time Papi, que da la casualidad de que tiene una frase que lo resume todo. La música está ahí para encapsular cada momento específico de tu vida si te detienes a prestar atención. El verso en cuestión es «No se está tan mal persiguiéndome la cola». Pienso, a raíz de eso, en lo dulce que puede llegar a ser la autodestrucción cuando se utiliza como escudo contra las navajas que vienen de otros. Pienso, también, en lo que entretiene el narcisismo de mirarse solo a uno, y, para más inri, la cola, lo de atrás, lo que apunta al pasado, que puede hacernos daño, pero es un daño que controlamos. Pienso en «la pescadilla que se muerde la cola», en la tendencia humana a caer en dinámicas repetitivas.
Mi dinámica repetitiva es la siguiente. Fumo para huir del aburrimiento, lo consigo, lo consigo, lo consigo, hasta que de pronto caigo en él con todas sus consecuencias, siendo la principal y la más problemática la visita de la vieja amiga. Entonces es imposible discernir entre verdad y fantasía y se desdibujan las fronteras del pasado y el presente. Como dice Guitarrica, en definitiva, la emoción de pasar de cien a cero.
Liberarme. ¿Eso no sería hermoso?
Pues eso. Ya eres adulta. Mi frase preferida es "de todo se sale, menos del pijama de pino". No veas cómo se aferra una a ella a veces. No te preocupes. Sanarás.