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El psicólogo, como el picante: no es para todos

  • Foto del escritor: Eleanor Rigby
    Eleanor Rigby
  • 23 jul 2024
  • 8 Min. de lectura

A veces, lo mejor o lo único que el psicólogo puede hacer por ti es decirte lo mismo que tu madre, sobre todo si pertenece a la escuela cognitivo-conductual: que ordenes tu cuarto, salgas a tocar césped y encuentres un hobbie.


Uno de los grandes errores que hemos cometido como sociedad ha sido banalizar los servicios de la salud. Y antes de que alguien sugiera prenderme, déjenme especificar que no pretendo denunciar el uso masivo de las urgencias. No soy un médico quejica de Twitter y estás en tu derecho de ir al ambulatorio tanto si tienes una infección de orina como si te molesta un grano entre los dedos. Lo que sí soy, amigas mías, es una persona que recientemente tuvo que escuchar viniendo de un especialista del ámbito mental que «todo el mundo debería ir al psicólogo».


Valiente afirmación cuanto menos.


No me cabe la menor duda de que semejante proclama partía de un bonito sentimiento humanitario... como tampoco de que normalizar la terapia repercute económicamente y de forma directa en su bolsillo, que, mal lo que es mal, no le va a venir. Como es lógico, por otro lado; aquí nadie debería trabajar de gratis solo porque el paciente/cliente —le he preguntado a todos mis psicólogos en qué términos preferían referirse a sus citados y no se ponían de acuerdo— padezca un trastorno. Y desde luego que es necesario arrancarle el estigma a las enfermedades para que sus afectados se sientan libres de acudir a las clínicas sin ápice de vergüenza.


Pero ¿de verdad todo el mundo debería ir al psicólogo? Y, lo que es más: ¿sirve para algo? ¿Hacer terapias mensuales te convierte en mejor persona? Acompáñame a desmentir el mito.


Para empezar, una cosa es normalizar la terapia y otra muy distinta es glorificarla. La figura del psicólogo se ha convertido en una especie de Jesucristo resucitado por segunda vez que puede salvarte de ti mismo. Error. Un psicólogo es una persona. Por ende, puede equivocarse. Como no tiene la verdad absoluta, no deberías aceptar sin reservas sus interpretaciones y ni mucho menos obedecer recomendaciones sin rechistar. Es, además, alguien con quien has de desarrollar una complicidad mínima para que la terapia sea efectiva, puesto que en gran medida consiste en una conversación. Todo esto además de lo obvio, claro: igual que hay profesores que parecen haberse sacado el título en la tómbola, existen psicólogos cuya profesionalidad brilla por su ausencia.


Cuidadito.


Aun así, existe una tendencia llamativa a dar por hecho que lo que dice va a misa. Incluso a priorizar el juicio del psicólogo sobre nuestras propias decisiones, porque sí: el terapeuta genera dependencia si pierdes de vista su verdadera utilidad. Recuerdo que tenía una amiga que esperaba a su cita mensual para resolver sus cuitas sentimentales, que se quedaban en stand by hasta que recibiera el feedback de su dios encarnado. Daba igual que todo el grupo, basándose en nada distinto del sentido común y la genuina preocupación por su sufrimiento, le hubiera aconsejado lo mismo una semana antes. Según parece, quizá porque cuesta cincuenta palos y la nuestra se da regalada, la opinión del especialista prevalece.


Porque esa es otra. No todo lo que nos pasa recibe un nombre y un apellido. No todo el mundo tiene apego ansioso, ha sido víctima de luz de gas o padece un trastorno depresivo mayor. A veces, lo mejor o lo único que el psicólogo puede hacer por ti es decirte lo mismo que tu madre, sobre todo si pertenece a la escuela cognitivo-conductual: que ordenes tu cuarto, salgas a tocar césped y encuentres un hobbie. Y quien diga que son remedios que banalizan el malestar, claramente ni ha tenido una depresión, ni es consciente de la poderosa relación rutina-ánimo.


Cuando se acude a una sesión con la idea equivocada de lo que es en realidad la terapia, es habitual que las razones de la asistencia vengan viciadas de casa. Hay gente que acude solo para que lo escuchen porque carece de redes de apoyo. Es un motivo legítimo, aunque no sea lo óptimo. Círculo cercano y especialista desempeñan funciones distintas, porque un psicólogo no es tu amigo. Aun así, es una realidad que tener quien te escuche puede reducir, cuando no suprimir por entero, las necesidades de la terapia. Aquello que decía Carrie Bradshaw, aunque peque de frívolo, tiene su parte de razón: «¿Para qué voy a ir al psicólogo si os tengo a vosotras, chicas (sus amigas?)».


Esto es más peligroso, y es que hay narcisistas que pagan para que, simple y llanamente, les den la razón. Huelga decir que, si tu psicólogo se limita a reafirmar tus ideas y a villanizar a aquellos con los que tienes un conflicto, has de cambiar de clínica. Estás allí para crecer y aprender, no para alimentar tu ego, lo que a menudo pasa por recibir duchitas de realidad. Lamentablemente, un narcisista suele salir de consulta orgulloso de haber blindado sus estrategias de manipulación.


Apuesto por que todos nos hemos topado con este perro del infierno. Tiende a justificar sus actos dañinos con la excusa de que está pasando por una mala racha y tú deberías comprenderlo en lugar de calentarle la cabeza con tus inseguridades. No es fácil reconocerlo, porque la terapia le ha enseñado palabras como «límites», «tóxico», «asertivo» y le encanta lo buenísima persona que le hace parecer emplearlas para ignorar su parte de responsabilidad en el conflicto.


Que no se me malinterprete, ¿eh? Desde luego que un trastorno, sobre todo si no está tratado, puede condicionar tu vida y afectar a tus relaciones y a tu trabajo. Por poner un ejemplo, me acuerdo de que cuando se decidió por unanimidad odiarme por aceptar el encargo de Penguin Random House para escribir el libro inspirado en Taylor Swift, se me ocurrió defenderme de las acusaciones de que me apoyo en la Inteligencia Artificial alegando que la depresión funcional te puede encerrar en casa el tiempo suficiente para finiquitar novelas en tiempo récord. Una cuenta anónima me regaló una respuesta conmovedora que decía algo de la familia de «no saques tus problemas mentales para dar pena». Opino que hay una diferencia significativa entre explicar el porqué de tu error, disculparte por él y esforzarte por que no se repita, o, como en mi caso, aportar contexto y señalar el arma de doble filo que es no querer salir de tu cuarto, y soltar la de Fangoria: «Yo soy así, así seguiré, nunca cambiaré».


Estamos viendo, pues, que la popularidad de la terapia ha beneficiado a personas heridas que al principio se avergonzaban de sus melancolías, pero también que ha cronificado la soledad de los solitarios, le ha arrebatado autonomía a seres que deberían saber defenderse de la vida sin depender de sus terapeutas, y ha formado a la peor raza de manipuladores: los manipuladores con lenguaje teórico. También ha elevado el victimismo a niveles estratosféricos. No olvidemos que lo más común es que, llegada cierta edad, hayas vivido situaciones desagradables que te han marcado tanto de forma visible como inconsciente. No sé si todo el mundo debería ir a terapia, pero todo el mundo tiene un pasado traumático, y entiéndase la palabra «trauma» como un dolor que llevas contigo aunque no tenga por qué ser incapacitante: nos han puesto los cuernos, hemos perdido a nuestro abuelo a manos de una enfermedad, nos ha hecho ghosting la persona que más queríamos y hemos empezado a cuestionar nuestra valía... No por eso debemos movernos en sociedad como si fuéramos la criatura más desgraciada de los Siete Reinos, tendencia que gusto de llamar Síndrome de Kendall Roy (Succession).


Tenemos también el efecto secundario opuesto. Hay pacientes que adoptan el papel de víctima y hay pacientes que enarbolan una absurda superioridad por el simple hecho de haber ido a terapia, como si allí les hubieran sido revelados los secretos de la prosperidad eterna. Es cierto que en determinados sectores de población, decir que has ido al psicólogo es un acto de valentía que suele ser castigado con miradas aprensivas. Les falta sacar la antorcha y gritar «¡Loco! ¡Está loco!». En otros espacios más modernos, se saca a colación a la primera de cambio porque al sujeto le permitirá dar lecciones de vida, y no con el fin de ayudar, sino de subrayar su extraordinaria sabiduría.


La verdad es que yo no me avergüenzo de tener que realizarme analíticas periódicas para regular mi tiroides, pero tampoco me enorgullezco de ello. Con la terapia pasa lo mismo. Y podéis estar seguros de que no voy a recomendarle una dieta baja o rica en yodo a alguien con una sintomatología similar a la mía, del mismo modo que no se me ocurriría sentar cátedra sobre una cuestión emocional ajena basándome en mis experiencias personales.


A todos nos gusta ser listos, pero cuidado con convertirte en un listillo. Lo que tenemos en nuestras manos es el dolor de otra criatura, y porque nos lo ha confiado en un gesto de auxilio.


Sería interesante señalar otro aspecto negativo de la normalización de la terapia. Como ahora se acude en masa, si alguien dice que cuenta con un psicólogo de cabecera se asume que es el más deconstruido de los seres y ha alcanzado poco más que la iluminación espiritual. Por lo general, amigas mías, un paciente habitual —de sesiones semanales, por ejemplo— se está tratando algo grave. Se halla en el proceso de sanar. A menudo eso no significa nada porque, como hemos visto, un fantasma recorre Europa y es el fantasma del mal uso del psicólogo. Pero en la inmensa mayoría de casos, a la vez que indica un deseo de mejora que es de admirar, también señala que en el camino va a seguir equivocándose... como todos los que tenemos ombligo. A la gente hay que concederle siempre un margen de error. A los que se ayudan de un terapeuta, también.


(Y no le vayáis a decir a nadie que, aunque te hayan dado el alta, aunque nunca fueras paciente en primer lugar, sigues siendo imperfecto y no solo puedes, sino que continuarás cagándola hasta el día del Juicio Final.)


Dicho esto, es ingenuo afirmar que todo el mundo se beneficia del psicólogo. Si pasas por consulta para soltar una perorata, el profesional te invita a cambiar tus hábitos viciados y tú decides no realizar ese trabajo personal, es decir, optas por usar al terapeuta como una oreja y no como una boca también, vas a tirar el dinero igual que si eres diabético, el médico te recomienda prescindir de los azúcares y coges y te pimplas un paquete de galletas Príncipe al día. Hay que ir, además de con autocrítica, con mucha disposición.


Otro caso es el siguiente. Si una persona cumple sus seis meses de terapia cognitivo-conductual y ni siquiera a pesar de haber cambiado sus hábitos y disfrutar de una existencia funcional consigue paliar las penas de su alma, lo que necesita no es seguir desahogándose, aunque suponga una excelente herramienta complementaria: lo que suele requerir, y no pretendo generalizar ni hacer apología de los antidepresivos, es reajustar sus químicos cerebrales con medicación. En los casos en los que la medicación tampoco basta o se considera improcedente porque el paciente posee las herramientas para luchar contra sus demonios, pero sigue siendo infeliz, la terapia tampoco es suficiente. No lo fue desde el principio. Estamos hablando del clásico sujeto Demasiado Consciente de sí Mismo. No olvidemos que la terapia existe para ayudarte a ordenar tu vida, a comprenderte, a construir un pensamiento higiénico. Pero si ya eres ordenado, si ya sabes de dónde vienes y cómo racionalizar tus emociones para que no te engullan, poco puede hacer el psicólogo por ti salvo darte la enhorabuena.


Hay gente que simplemente tiene una tendencia a la nostalgia o es sensible en exceso. Eso no es una patología, y me atrevería a decir que la cura es aceptarte a ti mismo y tenerte paciencia, porque la terapia no existe para modificar rasgos de tu personalidad. Solo de tu comportamiento.


Así pues, y volviendo a la pregunta que le he planteado a mis loqueros, ¿cuál es la forma correcta de dirigirse a una persona que busca ayuda? ¿Cliente, o paciente? Teniendo en cuenta las previas consideraciones, creo que las dos son correctas. Hay quien asiste en calidad de paciente porque lo necesita y dejará de hacerlo con disciplina y esfuerzo, y hay quien quizá no lo sepa aún o no llegue a comprenderlo nunca, pero es tan cliente de su psicólogo como puede serlo cuando revuelve en los montones de rebajas de El Corte Inglés.

 
 
 

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