Reivindico mi derecho a ser el mejor
- Eleanor Rigby
- 11 ene 2024
- 5 Min. de lectura
Actualizado: 4 feb 2024
La falsa modestia nos sonroja a la inmensa mayoría, pero da la impresión de que es obligatoria para moverse en sociedad. Me recuerda a esa típica amiga que se prueba unos pantalones de la talla treinta y dos, ve que le quedan de muerte y, aun así, tiene la audacia de decir: «Ay, qué gorda estoy».

Este 2023 ha sido un año maravilloso para el mundo cinematográfico. No solo porque hayan visto la luz proyectos de una calidad incontestable (May December, Past Lives, The Holdovers), sino porque el evento social «Barbenheimer» logró la hazaña de movilizar incluso a quienes en principio no eran unos enamorados del séptimo arte. A lo largo de este primer trimestre se irá celebrando el reparto de galardones: los BAFTA, los Golden Globes —aunque estos ya han fallado— y los Oscar entre otros, lo que permitirá que nuestras películas preferidas sigan ocupando un espacio significativo en la conversación pública.
¿Qué se rumorea en las calles? Lo resumiré para el que ande despistado: a Cillian Murphy no le va a disputar la estatuilla dorada ni el Tato. O, como los usuarios empedernidos de Letterboxd no dejan de repetir con una inquietante combinación de sorna y rencor, no se la va a disputar ni Bradley Cooper. Si bien no tendremos las nominaciones al Oscar hasta finales de mes, no sería descabellado que el actor, conocido en algunas esferas por El lado bueno de las cosas (2012), en otras como el exmarido de Irina Shayk y en unas terceras como, simple y llanamente, un tipo muy atractivo, fuera asimismo considerado para la categoría de Mejor Actor. No solo protagoniza Maestro, un emotivo biopic sobre el director de orquesta Leonard Bernstein, sino que ha producido y ha dirigido el largometraje, y llevar a cabo esta triple hazaña le ha tomado, en sus propias palabras, seis años de preparación.
Cabría esperar, tanto si la película es brillante como si nos parece regular, que semejante dedicación se viera recompensada; si no por el reconocimiento de la Academia, al menos por la admiración del público. Nada más lejos de la realidad, porque mucho me temo que, si Cooper se alza con la victoria frente a Murphy, habrá derramamientos de sangre. Y es que la reacción general al esfuerzo en teoría exagerado de Cooper ha sido muy similar a la que generó Austin Butler durante su proceso de documentación para encarnar a Elvis Presley, quien, recordemos, se tomó el método tan en serio que pasó años sin ver a su familia y se quedó con la voz del cantante: las redes cruzaron los dedos para que no le tocara ni el reintegro de un boleto de lotería, no se diga ya el Oscar, y siguen burlándose de él con fecha de hoy.
En previas entradas hablé de lo que me gusta llamar afán de participación, un mal del que adolecemos los seres humanos. Nos incita a manifestar nuestra opinión acerca de cuantos temas candentes se pongan sobre la mesa, así el tema nos la traiga al pairo. No me cabe la menor duda de que gran parte de la facción que desprecia la secuencia de seis minutos —¡sin cortes!— en la que Bradley Cooper dirige una orquesta ni ha visto la película, ni le interesa lo más mínimo. Pero bastó con que aireara la dificultad de esta proeza en un par de entrevistas para convertirse en una persona non grata, actitud que choca frontalmente con la ideología de la cultura del esfuerzo y que solo puede explicarse a través de los valores cristianos. O de sus consecuencias latentes.
La cultura del esfuerzo promete que con tesón y responsabilidad alcanzarás cuantos éxitos te propongas. A pesar de constituir un arma de doble filo por no tener en consideración factores externos al empeño humano, es el lema del capitalismo. Entonces, ¿por qué el argumento usado en contra de la victoria de Bradley Cooper es que se haya partido el lomo «de más»? La respuesta más sonada es la siguiente: porque una dedicación tan esperpéntica delata un deseo desesperado por recibir el Oscar.
Para desentrañar el fondo de esta réplica debemos conducirnos al principal de los valores cristianos: la humildad. La religión nos pide que nos esforcemos, claro que sí, pero bajo la promesa de a) no quejarnos si nos cuesta, b) no alardear de un resultado próspero, y c) no esperar que nadie nos aplauda. No es de extrañar que Cillian Murphy, más allá de que estuviera impecable en Oppenheimer, sea el preferido de la categoría: además de tener talento, solo le tomó seis meses ponerse en la piel del protagonista y huye de las cámaras con la ilusión de permanecer en el relativo anonimato.
No como ese Sediento De Éxitos Llamado Bradley Cooper. A dónde vamos a parar.
Este constante derribo hacia los artistas que anhelan el éxito me asombra. No solo el Oscar es el mayor galardón que un actor puede recibir en el transcurso de su carrera, sino que al ser una persona pública, vive gracias a —y, a veces, por y para— la validación externa. Por supuesto, pero POR SUPUESTO que las celebridades quieren que se las aplauda. Cillian Murphy también, estoy segura, solo que no ha cometido el grave pecado de manifestarlo.
Quizá el problema no sea la ambición, pues, sino que estás siendo ambicioso en voz alta y eso es pésimo gusto. A las personas que padecen este perverso defecto, sobre todo si son mujeres, se las tacha de arribistas sin escrúpulos y se las castiga por exhibir una autoestima sana. Tal parece que uno debe ir por la vida desplegando una humildad que roza el odio hacia uno mismo para que se le considere digno de alabanza. La falsa modestia nos sonroja a la inmensa mayoría, pero da la impresión de que es obligatoria para moverse en sociedad. Me recuerda a esa típica amiga que se prueba unos pantalones de la talla treinta y dos, ve que le quedan de muerte y, aun así, tiene la audacia de decir: «Ay, qué gorda estoy».
Hay que fingir que nada nos cuesta nada, aunque nos hayamos deslomado vivos, y andar pidiendo perdón por no limitarnos a hacer las cosas por vocación, sino también por fama y pasta, como si uno no pudiera protagonizar una película porque ama el cine y esperar que la crítica la aclame al mismo tiempo. ¿Por qué se demoniza el deseo humano de triunfar? Me vienen a la cabeza todos los artistas —ilustradores, maquilladores y fotógrafos, sobre todo— que han de reivindicar periódicamente su derecho a exigir retribución económica y créditos por su trabajo, porque a menudo se topan con un energúmeno que les recrimina que no les haga una sesión o una full face por mero amor al arte. Me acuerdo, también, de los autores y autoras de Wattpad, entre los que me incluyo, que nos decidimos a dar el salto a la autopublicación o al mundo editorial y soportamos los reproches de algunos seguidores: «¿Cómo que ahora voy a tener que pagar?».
Sí, tienes que pagar porque quiero dinero. A espuertas. Y no voy a perder el tiempo justificando que se debe a que tengo que pagar facturas y llenar la nevera. Quiero ganar dinero porque mi trabajo vale ese dinero. Y si esta motivación no basta, ofrezco otra: también quiero ganar dinero porque nunca sobra. El mal de la humildad nos ha condenado a agachar la cabeza y disfrazar nuestras aspiraciones, o, por lo menos, a verbalizarlas de la manera opuesta: «Oh, no me importa si la Academia no me premia, hay gente más brillante que yo»; «Mejor ofrezco mi libro gratis porque no es lo bastante bueno»...
De eso nada, monada. Aquí no se pide perdón ni por tener sueños, ni por el trabajo bien hecho.
Debemos empezar a defender con ahínco nuestra dedicación y nuestro talento. Restándole valor por miedo a ser etiquetados de soberbios solo estamos abriendo la puerta a la posibilidad de que nos desprestigien y nos escamoteen el reconocimiento que nos merecemos. Eso no sería justo, y, como todo lo que no es justo, no lo abandero.
Así que ojalá Bradley se lleve el Oscar.
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