Odio en lo que me he convertido
- Eleanor Rigby
- 4 feb 2024
- 7 Min. de lectura
A veces, amigas, parece que si no subimos a redes lo que hemos hecho este fin de semana, no importa. No nos hemos comido esa pizza, no nos hemos reído con ese colega, no hemos realizado esa excursión... No estar en la realidad virtual es sinónimo de no existir.

Tras un exhaustivo estudio sobre los orígenes de nuestro amor incondicional hacia las novelas victorianas, he llegado a la conclusión de que se debe a una trágica nostalgia hacia aquella época en la que nuestra vida sentimental no gravitaba en torno a Tinder. Por supuesto, habrá tímidos y tímidas que celebren el refugio de una pantalla a la hora de entablar relaciones de todo tipo.
Yo no formo parte del grupo.
Podría entrar a diseccionar el absoluto horror de la cultura del «aquí te pillo, aquí te mato» —para quienes no la practican alegremente, claro; si a vosotras os encanta, good for you!—, de la era del ghosting y la responsabilidad emocional que brilla por su ausencia, de que todos sin excepción nos convertimos en un catfish en cuanto trastocamos nuestras fotos con un par de filtros. Podría, incluso, aportar mi problemática opinión sobre el surrealismo de pasarte meses o años intimando con una persona vía WhatsApp a la que no vas a ver en persona jamás. Siempre me ha parecido, además de una pérdida de tiempo, dinámicas contrarias a la vida y al ser humano.
Pero todos hemos leído al respecto de la materia, o hemos oído a una influencer plantearlo mientras se contorneaba las mejillas. Y, francamente, lo que a mí más me preocupa va por otro lado: ahora un tipo inicia una conversación contigo en el metro con toda naturalidad y a) lo grabas para subirlo a redes, o b) lo tuiteas para que todo el mundo se entere. Tomas alguna de estas dos decisiones porque se ha convertido en algo descabellado que la gente se conozca en el campo de batalla en lugar de tras los bastidores. Y porque, admitámoslo: en el mundo de las redes sociales no existe la intimidad o el misterio.
Cada cierto tiempo, me sobreviene una crisis existencial sobre el uso adecuado de la tecnología. He de reconocer que, más por terquedad que por vocación (y porque no me gusta que me lean la cartilla), he defendido ante el cuñado de turno los derechos de Los Jóvenes De Hoy En Día a relacionarse y perder el tiempo como gusten. ¿Y qué si es iniciando la conversación con desnudos? ¿Y qué si es deslizando TikToks con un encefalograma plano? ¡Al menos no nos vamos al parque a consumir drogas!
Pero, como también cada cierto tiempo, me planteo si no es mejor calzarse unas zapatillas, sentarse en un banco con amigos y, aunque sea, dar una caladita a un verde.
Por lo menos recibes vitamina D y estímulos reales.
Supongo que no es lo mismo oír la perorata de un psicólogo en una TED Talk sobre las consecuencias de vivir en —sí, he dicho en, no con— las redes sociales que empezar a notar tú los efectos. Los de la generación Z hemos crecido en el punto álgido de la revolución tecnológica. Nos creamos una cuenta de Habbo con ocho años, Messenger con once, Tuenti con trece y Twitter e Instagram con quince. Somos animales digitales. Pero a diferencia de como pasa con el alcohol, que en teoría te cansas de consumirlo para los dieciocho porque con dieciséis ya has vivido todos los comas etílicos que Dios te tenía reservados, no nos cansamos de las redes. No nos cansamos porque somos adictos. Las incorporamos a nuestro día a día de un modo que a mí me resulta incluso perverso.
Yo he perdido mi autonomía y mi habilidad de que todo me importe un carajo. Salgo a la calle y fotografío la cerveza, a mi amigo o al paisaje. A priori puede parecer una actividad inocente, sobre todo si, como yo, no consultas la cantidad de «me gusta» como si el número fuera a darte trabajo. Pero un día te sorprendes revisando tu contenido y preguntándote para quién o para qué estás mostrándolo. Puede no ser íntimo ni dar pistas de tu localización, pero alimenta el terrorífico argumento de que hemos convertido nuestra vida en un escaparate.
Nos exponemos al juicio de gente que ni conocemos, ni nos importa, y al ser víctimas de su crítica nos volvemos o bien más sensibles, o nos insensibilizamos por completo, y no sé qué es peor. Esperamos su aprobación con los inevitables efectos adversos que conlleva: la baja autoestima si no la recibimos, o un diagnóstico de narcisismo si nos la conceden en demasía. A veces, amigas, parece que si no subimos a redes lo que hemos hecho este fin de semana, no importa. No nos hemos comido esa pizza, no nos hemos reído con ese colega, no hemos realizado esa excursión... No estar en la realidad virtual es sinónimo de no existir.
Tal vez a vosotras esto no os pase, os suceda en menor medida o no tengáis ni idea del problema generacional que estoy señalando. Pero, por ejemplo, he oído a un sinfín de personas de mi edad quejarse de que hace cinco, siete, diez años eran capaces de leerse un libro a la semana, de verse entero el vídeo de hora y media de un youtuber sin tuitear, wasapear o hacer otras cosas a la vez, y ahora ponen los tiktoks y los audios a velocidad de reproducción 2x y con suerte se terminan un artículo de prensa de quinientas palabras.
Sinceramente, no creo que esto se pueda relacionar con que en la adolescencia teníamos una facilidad superior para el aprendizaje. Seguimos siendo jóvenes, y se supone que entre los veinticinco y los treinta termina de formarse nuestro cerebro.
Imagínate lo bonito que se nos va a quedar desaprendiendo a leer, escribir, estudiar, imaginar...
¿Sabéis el miedo que yo paso cuando me cuesta retomar la lectura de una novela que me estaba maravillando? ¿Sabéis la rabia que siento al comprobar cada noche que tengo prisa por que acabe un vídeo de minuto y medio, y así poder ponerme con el siguiente, y el siguiente, y el siguiente, y así consumir la mayor cantidad de contenido en el menor tiempo posible?
Contenido absolutamente olvidable, por cierto. Sin miedo a que se arrojen sobre mí las hienas con sus antorchas medievales, diré que el triunfo de la novela romántica viene en buena parte de que «se lee fácil», como señalan tantas lectoras empedernidas en tono de alivio. Sumergirse en la lectura del 90% de lo que se publica hoy —en géneros comerciales— es similar a entrar en TikTok: cuanto antes acabe este vídeo y me salga el siguiente, mejor.
No soy ni psicóloga, ni neuróloga, ni antropóloga, pero opino que esta ansiosa necesidad por que todo suceda rápido va a acabar con nosotros.
Creedme, odio haberme convertido por una tarde en el típico cuñado conspiranoico que cree que los aviones nos fumigan, el COVID-19 salió de un laboratorio farmacéutico y los móviles disponen de chips que nos controlan. Soy la primera que comprende y solía predicar con el porqué de nuestra tendencia a consultar las redes sociales cada vez que nos aburrimos —aunque opino que lo mejor que nos ha dado el móvil es la excusa de contestar un mensaje para huir de un momento incómodo—: me encanta estar al día de las últimas noticias políticas, novedades de la industria musical, y partirme de la risa con el ingenio de la gente. He conocido a personas absolutamente maravillosas gracias a este aparatito del tamaño de mi mano que está recibiendo su carga diaria; personas que he incorporado a mi realidad sensible y que ahora puedo abrazar y escuchar reír, el que es el objetivo último de estar en este mundo: explorar todas las posibilidades que nos regala del brazo de nuestros seres amados. Incluso, y mirad lo que digo, la realidad virtual tiene un arma de doble filo, y es que te hace pensar que eres más divertido, más atractivo y más interesante de lo que eres en realidad, porque te creas un alter ego que es muy probable que resulte decepcionante... si luego te muestras tal cual naciste a pie de calle, claro. Si no, puedes aferrarte al dulce autoengaño y vivir feliz con la identidad alternativa que te has creado.
Si es que eso es vivir.
Personalmente, preferiría dispararme en el cielo de la boca. Porque, como ya he dicho, soy muy terca. En cuanto siento que algo se me está imponiendo en modo alguno, lo rechazo de lleno, así hablemos del hobby más entretenido del universo. Y es que ¿cómo no lo voy a sentir una imposición? Si no tuviera diez mil seguidores en mi Instagram de trabajo, quizá no me habría contactado la editorial para publicarme una novela, quizá no me tomarían en serio las bookstagramers, quizá ni siquiera tendría un salario.
Ya en un plano más personal, en determinados círculos sociales parece que sin redes no tienes tema de conversación. Pierdes el contacto con personas que no estarían en tu vida si vuestra relación dependiera de tomar un café en el barrio. Incluso se dificulta la divertida actividad del flirteo, porque apuesto mi alma a que dos de cada cinco mujeres han conocido a su novio a través de aplicaciones para ligar.
Otro tiro, este en la frente, por favor.
Si ya me daba miedo levantar la cabeza de la pantalla y ver que la vida discurría ante mis ojos sin que yo me molestara en mirarla y apreciarla, levantarla y ver que todo el mundo la tiene agachada para ver las historias de la prima tercera del amigo de su primo de su profesor de la universidad, me mete una turbación por el cuerpo que no me deja respirar.
Y me gusta más caminar por la montaña, tocar la hierba y meterme en el río que ver tiktoks de coña sobre Nicki Minaj y Megan Thee Stallion, así que voy a irme a la montaña, a la hierba y al río, que allí seguro que respiraré mejor.
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