Me divorcio de la loca de la casa
- Eleanor Rigby
- 4 may 2024
- 5 Min. de lectura
El posible y cada vez más próximo olvido de mis habilidades me atormenta. No experimentar de nuevo lo que me hacía levantarme cada mañana me aterra. Admitir ante mí misma esta flagrante falta de pasión me destroza. Pero si pienso en volver con ella, a ella, es por mera costumbre.

Una de las preguntas que más me hacen cuando me entrevistan es cómo superar un bloqueo creativo. Hasta hace unos ocho meses me reía al escuchar tamaña sandez y respondía que eso no existe. En cierto modo, lo sostengo. Al igual que cualquier otro trabajo de este mundo, si no tienes ganas de sentarte y aporrear el teclado, te sientas igual y aporreas el teclado. Sobre todo si, como es mi caso, la escritura es tu medio de vida y de esto depende traer el pan a la mesa.
Pero quizá subestimé un detalle que los entrevistadores también pasaban por alto señalar, y es que debimos detenernos a definir el bloqueo de marras. Resulta que no es una falta de ganas, sino un silencio ensordecedor. Surge de la ausencia de propósito. Y, como en cualquier ámbito de la vida, la ausencia, la pérdida o la indiferencia hacia el propósito de hacerte oír o expresar una idea con contenido es lo peor que te puede pasar. Ya lo decía Robe en Dulce introducción al caos, un tema que compuso para Extremoduro durante una de esas lagunas de desidia que transitan los artistas cuando empiezan a ser felices: «¿Cómo quieres que escriba una canción si a tu lado no hay reivindicación?».
Un día escribí en mis notas que el escritor es egocéntrico en su definición porque cree que sus historias merecen ser contadas. A lo mejor me excedo describiéndonos como enfermos de narcisismo; a lo mejor nos mueve un impulso visceral con el que nacemos y que nadie a excepción de nuestros homólogos pueden comprender, y del que conviene más apiadarse de lo que procede darle castigo. Pero ¿qué pasa cuando dejas de pensar que tus historias han de ocupar un espacio en el mundo?, ¿cuando esas historias ya no apelan a tu fibra sensible? Que dejas de luchar para hacerles hueco. Y luego pierdes un rasgo de tu carácter que te otorgaba esa identidad que tanto amabas.
Rosa Montero, una de mis escritoras preferidas, publicó en 2003 un ensayo preciosísimo titulado La loca de la casa. Asimismo bautizaba a la imaginación. Un pasaje reza lo siguiente: «En la pequeña noche de la vida humana, la loca de la casa enciende velas.» Cuando amaba mi oficio, yo misma pensaba a menudo, y con el corazón henchido de puro enamoramiento, que escribir me había salvado del aburrimiento, de la autocompasión, de la inmundicia y, sobre todo, de la mediocridad: de la mía y de la que le atribuía al mundo sensible, que a mis ojos palidecía en comparación con el jardín de las delicias de mi mente. Ahora que la loca de la casa no me habla —¿se habrá enfadado conmigo por priorizarme?— me pregunto si, en realidad, no me ha estado alejando de la vida.
Dios me libre de equipararme con los escritores malditos que leímos en nuestra etapa adolescente, pero me identifico con sus síntomas de locura transitoria y con la nostalgia hacia lo soñado, mas nunca disfrutado. Sostengo que un trabajo creativo es una condena: arrastras la fantasía desde que te levantas hasta que te acuestas, y eso si logras pegar ojo y no continúa consumiéndote la necesidad de soltar la verborrea en un cuaderno. No te permite habitar la realidad e interactuar con ella de un modo natural. Te encierra en el submundo, y de pronto ya no eres un soñador, sino un desencantado. Un desapegado. Nada de lo que ofrece la vida real puede equipararse a los regalos de la imaginación, donde todo es más bello y está lleno de posibilidades; donde puedes ser valiente sin dejar de ser un puto cobarde. O eso piensas hasta que decides curarte del delirio y de pronto te sorprendes contemplando el paisaje, atónita por lo que te estabas perdiendo, y mirando unos ojos en los que cabe mucho más de lo que tu impotente raciocinio podía siquiera concebir.
Como dice Pucho, llevo dentro un veneno que me está matando poquito a poco. Y también tengo una ambición desmedida. Soy obsesiva en mi trabajo, competitiva conmigo misma, sufro de un perfeccionismo que raya la neurosis; me desespera no alcanzar mis propias expectativas y me he pasado años defendiendo mi oficio de quienes lo despreciaban con un ademán, lo cuestionaban por lo bajini o se negaban a creer en mí. A lo mejor ya no valoro lo que hago porque he pasado demasiado tiempo zarandeando hombros para que se me respete. A lo mejor me he dejado influenciar por la mirada escéptica hasta tal punto que ahora miro mi trayectoria con los ojos con los que lo miran los demás, y no es una cuestión de inseguridad o baja autoestima, creedme. O a lo mejor es justamente lo que acabo de decir: tengo una ambición desmedida, soy obsesiva, competitiva, perfeccionista, y he decidido que he llegado a la meta que me fijé siendo niña y, aunque no haya tocado techo ni de lejos, en este momento me toca surcar otros océanos.
¿Cuáles? No lo sé. Pero quiero que sean literales. Quiero tocarlos.
Supongo que solo soy una persona más en busca de un porqué. El porqué más grande de todos, el que me tiene en un sinvivir: ¿la vocación también toca a su fin? ¿O acaso no era mi vocación en realidad? He estado enamorada de la escritura, eso es innegable. Si ese enamoramiento se deshace, se pudre, se apaga, ¿es que nunca existió, o es que la naturaleza última del amor es la extinción, por más que nos empeñemos en defender su presunta infinitud?
Como pasa con las amistades y los amoríos, puedo decir que la ruptura con la vocación, sea definitiva o transitoria, duele lo mismo. Incluso más. El problema no es quedarse solo. Es quedarse en compañía del aturdimiento, de la extrañeza, de la sensación de que el tiempo compartido no ha sido más que un sueño febril. El posible y cada vez más próximo olvido de mis habilidades me atormenta. No experimentar de nuevo lo que me hacía levantarme cada mañana me aterra. Admitir ante mí misma esta flagrante falta de pasión me destroza. Pero si pienso en volver con ella, a ella, es por mera costumbre. La distancia me ha enseñado a ver sus defectos: la loca de la casa me aísla, me diferencia del resto, me deprime, incluso; ya no entiendo sus reclamos ni sus sacrificios, y me cuesta recordar cuáles eran las recompensas.
Durante estos meses he debatido con todo el mundo, he conversado conmigo misma hasta horas intempestivas; he consultado horóscopos y le he pedido a Dios que me ilumine para comprender esta dichosa encrucijada. Todavía nadie me ha sabido decir por qué la loca de la casa ha dejado de quererme. Quién sabe. A lo mejor es porque se ha enterado de que yo ya no la quiero a ella, y es tan orgullosa como yo.
«Sea cual fuere la sustancia de que están hechas las almas, la suya y la mía son idénticas»; ¿no era eso lo que se decía en Cumbres borrascosas? Desde luego, sería un alivio tener la certeza de que la creatividad de verdad forma parte de mí y no es una consecuencia de los estados de enajenación en los que me sumerjo voluntariamente cuando el mundo se convierte en un lugar hostil. De todo este abandono, de toda esta derrota, lo que más podría dolerme es descubrir que he sido una impostora que no amó de verdad su oficio.
Pero para acabar arrojando un débil rayo de luz al asunto... Supongo que no es mala señal que mi primer impulso después de una jornada de reflexión sea venir a escribir las conclusiones.
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