La trampa de ser solo una chica
- Eleanor Rigby
- 29 sept 2023
- 5 Min. de lectura
Más allá de perpetuar el binarismo en su forma más flagrante, ¿no es el tiachulismo un fenómeno espectacular?

Si no estás familiarizada con la sensación de meterte bajo las sábanas después de un ajetreado día, coger el móvil y regalarte una hora (detrás de otra) de desconexión deslizando TikToks, no sabrás de lo que hablo. Pero digamos que el Imperio romano ha resurgido con más fuerza que nunca estas últimas semanas.
Parece ser que, en un arrebato de inspiración, una chica decidió preguntarle a su novio con qué frecuencia pensaba en el Imperio romano. De ahí ha derivado la teoría de que los hombres como género podrían derrotar a Aníbal en el campo de batalla.
De todas las ramificaciones de este trend, la que más me ha tenido enganchada es el equivalente femenino. Una vez redefinido el Imperio romano como el tema recurrente que nos asalta en el momento más insospechado, las usuarias de la app se han animado a lanzar sus propuestas: nuestra ex mejor amiga, la escena de Diez razones para odiarte en la que Heath Ledger canta una canción de Frankie Valli —me declaro culpable—, las antiguas series de Disney Channel... Canciones románticas, referencias infantiles o traumas pasados, en definitiva: lo que se ha asociado a la mujer desde el origen de los tiempos.
No deja de sorprender lo presente que está el binarismo en una sociedad que ya debería haber evolucionado más allá de la necesidad de etiquetarse. Porque no estamos viendo el regreso al dicotomismo sexual —¿alguna vez lo superamos?— solo con la broma de los césares y su contrapartida. Se ha creado toda una idiosincrasia en torno a la experiencia de ser mujer. Oímos conceptos en apariencia inofensivos —girl dinner, girl math, lazy girl jobs—, y, como criaturas de la red que somos, nos subimos al barco para reírnos como los que más. Pero si fuisteis esa entrañable quinceañera que se peleaba hasta las lágrimas con los homínidos de su clase para defender el feminismo, os habréis dado cuenta de que podría entrañar un mensaje peligroso.
Repasemos quién es la tía chulísima de acuerdo al imaginario colectivo: una chica desenfadada que admite con orgullo no saber dividir y aspira a chismorrear mientras merienda con sus amigas. Le gustan las minifaldas, Hello Kitty y romantiza su vida con un café de seis euros de Starbucks. No tiene nada de malo o dañino... salvo un detalle, crucial en la opinión de algunos sectores poblacionales: alimenta el estereotipo de mujer que el feminismo se esfuerza por erradicar para que todas quepamos en la definición.
«La cena de chicas» consistiría en consumir un Calippo de lima, un puñado de cacahuetes y, de postre, las habas (sin jamón) que sobraron del almuerzo. Comprar la entrada para el concierto de Olivia Rodrigo con un año de antelación, y, en la fecha, pensar que te ha salido gratis porque ha pasado cierto tiempo desde la adquisición, sería un buen ejemplo de girl math. Y, como uno se podrá imaginar por su traducción literal, los «trabajos de chicas perezosas» no contemplan ni ostentar un puesto de CEO, ni abrir cráneos en un quirófano. Te sugiere que te sientes en la silla de una recepción o lleves redes sociales, un curro decente y en teoría bien pagado que no te requiere un grave esfuerzo.
Si miramos el vaso medio vacío, sacamos en conclusión que el tiachulismo nos invita a comer desordenadamente, a manejar nuestras finanzas echando mano de la fantasía y no de razonamientos lógicos, y a ganarnos la vida de forma honrada en oficios sin responsabilidad real. ¿Eso no suena a lo que se nos lleva diciendo toda la vida sobre cómo llevar nuestros asuntos? No tengas aspiraciones laborales, deja que los adultos gestionen el dinero, que son los que saben, y, ya que estás, desarrolla un TCA.
No me malinterpretéis. Me encantan estas corrientes de etiquetado por tres razones. Como examen sociológico nos proporciona información sobre la actualidad, nos permiten tomarnos la vida a guasa, y basta con que una chica se ahueque la melena y se proclame una tía chulísima para que los misóginos salgan de sus cuevas.
Esto segundo, el placer de poner al sexo opuesto en su sitio, también está vinculado con el fenómeno del que hablo. Si pido que levantemos la mano las que no llevamos meses usando «odio a los hombres» como coletilla, la mayoría las enterramos en el suelo.
Pero mirando el vaso medio lleno... Más allá de perpetuar el binarismo en su forma más flagrante, ¿no es el tiachulismo un fenómeno espectacular? La mayoría de nosotras «solo somos una chica». Incluso la bien llamada «reina del country» es solo una chica: ¡será que a Dolly Parton no le gusta ir al salón de manicura a ponerse sus icónicas uñas! Nos merecemos reapropiarnos de aquello por lo que se nos rebaja. Aunque sea por las risas.
Sí, no sé comer: hoy he consumido, en este orden, media catalana, un potito de ternerita y zanahorias baby, y un mendrugo con hummus caducado. Podría echarme a llorar por mi disfuncionalidad, que alcanza su punto álgido en las escapadas a la despensa que tienen lugar de madrugada, pero prefiero hacer humor en Internet. Sí, creo firmemente que, si pago en efectivo, es decir, si los dígitos de mi cuenta bancaria permanecen inalterables, al final del día no me he gastado un euro. Me gusta pensarlo; así no me siento culpable por haber contribuido a la franquicia de Starbucks adquiriendo un pumpkin latte que me destrozará las arterias. Sí, quiero trabajar para vivir, no vivir para trabajar. Me rebelo contra los sermones de los criptobros que quieren limitar a dos mis opciones vitales: o eres millonario, o eres un fraude. Así pues, escojo mi horario de ocho a dos en un escritorio fantasma que me permite consultar las novedades de Zara y leerme un pdf pirata.
Samantha Hudson, que me atrevería a citar como la precursora del tiachulismo, revindicó en una entrevista el derecho a la mediocridad. El derecho de las mujeres a no ser grandes empresarias, ni grandes economistas, ni grandes bebedoras de cerveza o jugadoras de billar. El derecho de las mujeres a no ser lo que por desgracia se entiende por un hombre o se relaciona con el mundo masculino para merecer respeto. Queremos desmontar el binarismo, pero no podemos huir de él. Como Rachel Cusk reflexiona con la clase de sabiduría que incomoda en Despojos (Libros del Asteroide, 2020), «Puede que mi madre fuera mi país natal, pero mi nacionalidad adoptiva era la de mi padre. (...) Mi padre, hombre, inculcó valores masculinos a sus hijas. Y mi madre, mujer, hizo lo mismo. (...) no tenía nada que legarnos, nada que transmitir de madre a hija, aparte de esos valores masculinos adulterados».
Decir que el éxito, ciertos sectores laborales y determinadas actividades no pertenecen al imaginario de valores históricamente relacionados con el hombre, es mentir. Todavía no hemos llegado a ese punto en el que lo femenino no evoca delicadeza, y lo masculino puede permitirse no exudar testosterona. La diferencia entre hoy y hace cincuenta años, es que no permitiremos que esa testosterona aplaste nuestra delicadeza, porque aquí estamos para mimarla mientras seguimos avanzando, espero que juntos, hacia el ideal.
Si tenemos la gran suerte de alcanzarlo, seremos más que chulísimos. Seremos invencibles.
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