De qué hablamos cuando hablamos de amor (por el fútbol)
- Eleanor Rigby
- 23 sept 2023
- 5 Min. de lectura
Quizá habría que pensárselo mejor antes de decirle a un argentino que Messi no es Dios, o sacar a colación la vida personal de Diego Maradona. Uno se está metiendo en el mismo y pantanoso terreno que al tratar de minimizar las rupturas de Taylor Swift.

Hace unos días asistí a mi primer partido de soccer, como lo llaman los americanos. Y a regañadientes, he de decir. Quería ser con este deporte como Ted Mosby con lo de no haber vomitado desde el año noventa y tres: cuadrar los hombros y anunciar con orgullo que jamás he pisado un estadio. Pero todos sabemos que, cuando queremos a alguien, es menester acercarnos a él a través de sus pasiones, y se han juntado dos desgraciadas casualidades: que mi hermano pequeño es un fifas de manual, y que durante mi estancia en la capital de Italia, el Atlético de Madrid y la SS Lazio se batían en el duelo que es la Champions League.
No solo tenía mis reticencias porque crea que determinadas experiencias deben vivirse a través de los sentidos, nunca de una pantalla: es mucho mejor jugar al fútbol que verlo. Lo que ocurre es que desde muy temprana edad, he perdido a cada miembro masculino de mi familia a manos de la afición futbolística. O los he visto perder a ellos los estribos; mutar de hombres de a pie a absolutos energúmenos. No me extraña un ápice que una encuesta señale que la violencia doméstica aumenta hasta un 38% en Inglaterra cuando pierde la selección de preferencia, ni que un grupo de ultras arrojaran al río Manzanares a un fanático del equipo contrario tras una disputa. Pero pensé que como experimento antropológico, el partido no me decepcionaría. Y no lo hizo.
La pasión por el fútbol va más allá de que ofrezca una excusa para ser humanos en un mundo que nos exige mostrarnos civilizados. Esta semana, he aprendido que la SS Lazio y la Roma, los dos equipos de la capital, empezaron siendo enemigos ancestrales por razones de clase, al igual que el Sevilla y el Betis. Ahí donde unas selecciones eran abrazadas por los barrios obreros (la Roma, el Betis), otras eran vitoreadas por las gentes acomodadas (SS Lazio, Sevilla). Y ya que estamos hablando de orígenes, sucede que en 1908, el Inter de Milán se creó para acoger en su equipo jugadores del extranjero, una prohibición que por entonces tenía el Milán (a secas). Así pues, el fútbol no está exento de política o historia.
Con el paso de los años y la errónea creencia de que ya no existen diferencias de clase, estos orígenes se han ido desdibujando. Pero la historia de héroes y villanos, o de rivalidades como vemos entre los que pelean por si es mejor Marvel o es mejor DC, por si se es #teamPeetaMellark o #teamGale, aún perdura. De hecho, prevalece hasta el punto de que los aficionados de la Roma y los aficionados de la Lazio no se pueden ni ver. Para muestra, un botón: por haber aparecido con una camiseta muy similar a la del Atleti, un equipo hermanado con la Roma, mi hermano estuvo a punto de ser apedreado.
Pero es que, como dijo Kiko Amat en Los enemigos: O cómo sobrevivir al odio y aprovechar la enemistad (Anagrama, 2022), «tener enemigos nos obliga a estar despiertos y alerta, a cuidar de lo nuestro, a no dejarnos arrastrar por la vagancia, la negligencia, el hedonismo tontaina o la desatención». Sí, quien tiene un amigo, tiene un tesoro, pero quien tiene un enemigo, tiene fuego en el alma. De ahí viene toda esa cantidad casi absurda de enemies to lovers que se publican al año; de ahí vienen los dichos populares, como que del odio al amor hay un paso. Los seres humanos no solo somos proclives a experimentar el odio, sino que nos dejaremos arrastrar por él siempre que nos despierte esta morbosa fascinación.
Si hablamos de odio, no podemos dejarnos fuera el amor, aunque haya quien dice que lo contrario al amor es la indiferencia: los fanáticos del fútbol viven con cada Champions, con cada Liga, con cada Mundial, esa experiencia única de la que hablan las madres. La del amor incondicional.
Para algunos italianos, la Lazio es su hija. Lloran a lágrima viva y entonan cánticos sentidos cuando obtiene victorias, y cuando no soportan verla fracasar, abandonan las gradas antes de que concluya el partido. Pero ni siquiera tras una victoria del equipo contrario dejan de abanderar su selección. Incluso sucede este fenómeno tan común entre enamorados sin remedio, que es el de defender sus pérdidas y sus defectos con los argumentos más peregrinos. O, como he visto hacer a algunos hombres, arremeter contra «el manta» de turno para luego celebrar su vida en cuanto deja de meter la pata. Quizá habría que pensárselo mejor antes de decirle a un argentino que Messi no es Dios, o sacar a colación la vida personal de Diego Maradona. Uno se está metiendo en el mismo y pantanoso terreno que al tratar de minimizar las rupturas de Taylor Swift.
El amor incondicional es una religión. Hay que respetarlo... o estar dispuesto a que te sometan a torturas por pagano.
Y no solo tenemos historia, odios ancestrales, amores incondicionales e ídolos, como puede tenerlos una lectora de Sarah J. Maas o un amante de La Guerra de las Galaxias. Tenemos acontecimientos que unen a una nación entera, como el gol de Iniesta, porque es innegable que el fútbol regala hasta a los menos patriotas la sensación de pertenencia a su país. Tenemos deus ex machina encarnados en victorias obtenidas en el último minuto, situaciones sobrecogedoras que nos exaltan o nos decepcionan tanto como el final de Juego de Tronos. Tenemos fechas que esperar con el alma en vilo: no veo la diferencia entre ansiar la nueva temporada de Los Bridgerton y el próximo mundial de fútbol. Y eso por no mencionar lo que Álvaro Román dice en Al final de la escalera: «Lo único que un magnate y un obrero podrían tener en común es su equipo favorito». El deporte atraviesa hasta las barreras de clase.
A nadie le ha sorprendido más que a mí descubrir que el fútbol no consiste (solo) en un puñado de millonarios pateando un balón. Pero puede que le esté dando una explicación romántica a una simple tradición. En cualquiera que sea el caso, es innegable que ser parte de un equipo es ser parte de un amor muy grande; por eso abandono el antifootball social club..., pero, eso sí, no me uniré a la afición sin antes granjearme un enemigo.
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