Cuánto daño has hecho, Publio Cornelio Tácito
- Eleanor Rigby
- 3 nov 2023
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En el Diccionario de la Real Academia Española, el consentimiento se define como lo siguiente: «Acción y efecto de consentir». Esta descripción explicita que el consentimiento no es estático o firme, que requiere una actuación, un asentimiento. Por tanto, no puede darse por sentado.
Como concepto jurídico, sin embargo, especifica un poco más, y no para bien: «Manifestación de voluntad, expresa o tácita (...)». Para terminar por hoy con las definiciones, «tácito» significa lo contrario a lo que he expuesto con anterioridad. Significa «que no se entiende, percibe, oye o dice formalmente, sino que se supone». Se supone. El consentimiento no es un ejercicio, no es una acción física. Puede ser también una idea preconcebida.
Imagino que de ahí, de esa idea preconcebida, han derivado todos los problemas que siguen copando titulares en la actualidad, como el sonado caso de la (primera) manada y el resto de pandillas que han perpetuado su ejemplo.
Si estas son las noticias con las que nos levantamos, ¿qué no sucedería en la Inglaterra decimonónica?
En el Londres en el que las autoras de romántica adoramos ambientar nuestras historias, no todo era vino y rosas. Ya sabemos que el decoro cristiano que promovió la reina Victoria causaba situaciones que hacen las delicias de nuestras novelas, como tener que casarte con una mujer a la que te habían pillado besando. Y eso era una auténtica jodienda. No en ficción, claro, porque la película suele acabar en un romance de ensueño. Era una putada porque si la convivencia no iba bien, hasta 1857, que fue cuando se aprobó la ley de divorcio (la primera Matrimonial Causes Act), no te podías separar. Es decir, podías anular la sagrada unión si tenías solvencia económica y podías demostrar que tu esposa era a) adúltera, b) una enferma mental, y c) estéril. Es decir; el problema tenía que ser nuestro. Y vayáis a creer que a mediados del siglo XIX, los legisladores fueron iluminados por el arcángel Gabriel y decidieron apiadarse de las mujeres. Aprobaron la ley bajo una única consideración: el adulterio.
Si tu marido abusaba de ti física o sexualmente, pero no podías probar que tuviese una amante —y que con esa amante había cometido incesto o actos bestiales—, seguías obligada a permanecer bajo su yugo. Así pues, no es que el consentimiento fuera cuestionado o se barajara castigar a quien lo vulnerase. Simplemente no existía una vez pasabas por el altar. No se contemplaba que un hombre casado o comprometido pudiera violar al objeto de sus atenciones. Fin.
Investigué las separaciones en el ámbito jurídico para Si te llevo a la locura, pero para Mi amado enemigo solo he tenido que recordar todo lo que he atestiguado sobre el amor victoriano desde que tengo uso de razón, ya sea a través de testimonios que se remontan a los albores de la Edad Contemporánea, de novelas publicadas entonces y series y películas bien documentadas. La trama base se cimenta en dos realidades que siempre me han estremecido: que en los votos matrimoniales de las mujeres figuraba una promesa de sumisión absoluta, como vemos en los de Ariadna Swift en El diablo también se enamora, sacados de una declaración real, y que las madres recomendaban a sus hijas en la noche de bodas que «se dejaran hacer».
La prioridad de una señora de su casa siempre sería complacer a su marido.
Es terrible imaginar que la mayoría de las mujeres fueran enterradas sin saber lo que era un orgasmo, ya fuera por desconocimiento o por el mediocre desempeño amatorio del susodicho.
También es terrible lo que a todas nos viene a la cabeza cuando se pone sobre la mesa el consentimiento: que una violación fuera del matrimonio marcaba a una muchacha para siempre, tachándola de impura y mujer de segunda. Nos hemos hartado de tragarnos esta tragedia en ficción, a menudo para añadirle salsa al asunto, y, por favor, léase con ironía. Por ejemplo, cada vez que Diana Gabaldon se aburre, gira una ruleta e introduce un abuso sexual al personaje de Outlander que le encarte. Me imagino la que es su explicación: «En el siglo XVIII sucedía, y si quiero ser fiel al marco del relato, ha de suceder».
Pero de excedernos con la violencia gratuita al amparo del contexto ya hablaremos en otra ocasión.
Muy a menudo, las violaciones ficticias siguen un mismo patrón: se dan a manos de un desconocido. Si nuestro objetivo es denunciar esta realidad pasada y actual, quizá ha llegado el momento de quitarnos de encima al estereotípico matón del callejón oscuro y mirar las estadísticas: el mayor porcentaje de abusos suelen cometerlos personas del entorno de la víctima. Incluso sus propias parejas.
Lo que nos devuelve al tema que nos ocupa.
La cárcel del matrimonio.
Hemos visto a Florence Marsden rehusando casarse porque habría de sacrificar sus ambiciones intelectuales. También sucedía. Pero ¿qué no habría tenido que sacrificar si su marido no hubiera sido el marqués de Kinsale, con su belleza angelical, sus dedos mágicos y el respeto y la disposición que demuestra ante sus necesidades? Lo que quiero decir es que más allá de los problemas obvios en los que pudiera derivar el machismo histórico, citados en previos párrafos, en lo que yo no he podido parar de pensar es en lo siguiente: si entonces el consentimiento se hubiera contemplado como se contempla hoy —no mucho mejor—, ¿cuántas mujeres casadas del siglo XIX no habrían denunciado un abuso por parte de sus propios maridos? ¿Cuántas mujeres habrían vivido resignadas a no disfrutar del sexo, cuando no con estrés postraumático por la vinculación directa entre contacto carnal y obligación ineludible? Y lo que considero peor a todas luces, que es lo que planteo en Mi amado enemigo: ¿cuántos hombres han vivido felizmente sus matrimonios sin ser conscientes de esto?, ¿de que su mujer se prestaba a noches incómodas, o noches de pesadilla de terror, para engendrar un heredero?
Quizá hoy, con toda la información y educación sexual de la que gozamos, podamos decir con relativa seguridad que todo hombre que agrede es consciente de que está realizando un acto deplorable que, para más inri, transgrede la ley. Pero cuando la legislación vigente no establecía una referencia moral o una pauta de comportamiento de cara al matrimonio, ¿cómo iba a saber un marido egoísta, si no contemplaba el espanto en los ojos de su mujer, que estaba cometiendo una fechoría en toda regla? E incluso si lo contemplara, ¿sería capaz de ver que se equivocaba y corregirse? ¿Quién le iba a bajar del carro de que su esposa fue entregada a él en sagrado matrimonio para que cumpliera sus deberes conyugales, así fuera a disgusto? ¿Qué hombre se levantaría en White's, el club de caballeros, y propondría respetar el deseo de las esposas de no ceder su cuerpo con ningún otro pretexto que... simplemente querer hacerlo? Eso implicaría ceder el poder, y por encima de nuestro cadáver almidonado.
Hemos disfrutado de lo adorables que son las protagonistas femeninas con su desconocimiento del amor físico. Pero no hemos conocido protagonistas masculinos verdaderamente contextualizados, personas tan cegadas por el privilegio en el que llevaban siglos aposentados que, así amaran a su esposa, tenían muy claros sus derechos. Y si algunos de estos pasaban por pisotear los de sus mujeres, pues lo siento, milady.
Quizá sigamos hablando de esto, pero en un estilo más novelado y mucho menos explícito, en Mi amado enemigo.
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