Canarias tiene un límite
- Eleanor Rigby
- 19 abr 2024
- 4 Min. de lectura
Somos nuestro barrio; somos las costumbres que manan de él y que asimilamos e incluso predicamos porque se convierten en un rasgo identitario que nos complace llevar por bandera.

No importa cuántas veces visite Tenerife. Hay algo que no deja de asombrarme cuando la línea de guagua 110 —un recorrido ahora en desuso— le da la espalda al pueblo de San Isidro y comienza la bajada hacia Los Cristianos, uno de los municipios tinerfeños más masificados de la isla: entre el paisaje de verdes emerge una pseudo ciudad de hoteles monstruosos que amenazan con comerse las casas de los nativos. Que ya ni siquiera son las casas de los nativos, sino una colección de Airbnbs y apartamentos vacacionales adquiridos por toda una fauna de europeos con alto poder adquisitivo. De pronto me acuerdo de mis paseos por Nerja, el pueblo de Málaga del que viene la mitad de mi familia, y de la cantidad de veces que he contado entre risas amargas el número desproporcionado de inmobiliarias finlandesas que han acaparado el barrio.
¿Dónde la gente? ¿Dónde está la tierra en la que nació?
Algo que tampoco deja de horrorizarme cuando viajo a las Islas es la advertencia de rigor de mi amiga tinerfeña: cuando uno quiere bañarse en la playa de Los Cristianos debe hacerlo con el pleno conocimiento de que se está rebozando en aguas fecales. Y no exagera. Cada día se vierten cincuenta millones de litros de aguas contaminadas en la costa de Tenerife. Para que os hagáis una idea, hablamos de diecisiete piscinas olímpicas con los consecuentes efectos no ya para la salud de la gente, sino de la fauna y la flora: en cincuenta años han desaparecido un noventa por ciento de los peces y se destruyen más de cuatro kilómetros de costa al año en el lamentable nombre de la urbanización turística, a menudo violando la Ley de Costas, como señalan en protesta los huelguistas que tratan de detener la construcción de un hotel en la playa de La Tejita.
Y ya que hemos sacado a colación el asunto del agua, ¿por qué no mencionar los constantes cortes de suministros a los agricultores y en las viviendas de los oriundos, especialmente en Lanzarote y La Gomera? De acuerdo, los turistas no son los responsables de la sequía, pero no se puede decir que no se beneficien del carácter selectivo de la misma. Un visitante de las Islas gasta, y diría «gasta» y no «consume», entre tres y seis veces más que el residente promedio, entre otras cosas porque la precariedad parece no alcanzar a los hoteles y ya se ha dado el caso de que se mantengan los sistemas de riego de los campos de golf en detrimento del bienestar poblacional.
A lo mejor nos hemos puesto a corear las frases políticas que entonan los músicos isleños sin ser conscientes de su peso: «Diez años en Adeje y no habla el idioma»; «Canarias solo es paraíso para los guiris y los gánsters», señala Cruz Cafuné. Gracias a los nómadas digitales, a los alemanes jubilados con pensiones a las que el 36% de personas en riesgo de exclusión social que residen en las Canarias jamás podrían aspirar y a un modelo de turismo masivo —Brasil recibe seis millones de turistas al año; Australia, diez; las Islas, catorce—, la crisis de vivienda ha alcanzado cotas alarmantes. Cuatro de cada diez familias, el mayor porcentaje de España, sufre dificultades para encontrar alternativas habitacionales, frente al 30,6% de extranjeros que dominaron el sector inmobiliario el año pasado.
Es de esperar que los canarios no se crean ese lema manido y absolutamente falso de que «viven gracias al turismo». Más bien el turismo se ceba a costa de ellos. Cierto es que aporta el 35% del PIB y es la principal fuente de empleo, pero ¿qué empleo es ese que te fuerza a echar más horas que un reloj a cambio del segundo salario más precario del país? Un modelo económico que te fuerza a abandonar tu tierra en busca de oportunidades que te garanticen que podrás trabajar para vivir, no vivir para trabajar, es un modelo fracasado. Y a quien piense que los efectos del capitalismo solo se ensañarán con las Islas Canarias, quien piense que no llegarán a su puerta, permítame decirle que se equivoca. Málaga, que hasta hace no mucho era una ciudad asequible, empieza a sufrir los males de la gentrificación.
A veces nos parece —o nos autoconvencemos de— que los problemas nos son ajenos y nos lavamos las manos ante el sufrimiento de los demás. Pero en un mundo globalizado es cuestión de tiempo que las mismas corrientes entren por nuestra ventana. Todos sabemos lo que es nacer en un lugar, amar un rincón, pertenecer a una casa. Somos nuestro barrio; somos las costumbres que manan de él y que asimilamos e incluso predicamos porque se convierten en un rasgo identitario que nos complace llevar por bandera. Desahuciar a la gente de su tierra, demoler sus espacios y tratarlos como si fueran nuestro patio de recreo constituye un crimen salvaje que no merece perdón alguno.
¿Qué podemos hacer en o por un paraíso torturado donde no existe el turismo responsable? Por desgracia para quienes amamos estos maravillosos rincones del planeta y morimos por regresar, no existen alternativas que beneficien o simplemente no hieran a la gente —y qué es un pueblo sin su gente. Antes que sol y playa, las Islas significan y son sus isleños—. El simple hecho de residir en un hotel, un Airbnb o un camping nos hace cómplices del injusto privilegio que el gobierno le ha concedido a los turistas. Pero podemos compartir la información que conocemos y alzar nuestra voz en las manifestaciones que se celebrarán en las Islas y en algunas ciudades de la península mañana, día 20 de abril.
Y no solo mañana, sino todos los días que decida durar el aniquilamiento de la flora, la fauna y la vida canaria.
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