A mí me gustan la velocidad y el tocino
- Eleanor Rigby
- 18 oct 2023
- 5 Min. de lectura
Paradójicamente, los que se las dan de eruditos rara vez prestan atención al contexto de las obras y siempre halagan lo que es hermoso sin ninguna otra consideración, como si el arte solo tuviera un fin estético.

Hasta el viernes pasado, yo me levantaba por las mañanas con la tranquilidad de que, como sociedad, habíamos superado el desdén hacia la música urbana; que esto fue un delirio colectivo engrosado por la superioridad intelectual de los adolescentes, y que concluyó al tiempo de nuestra maduración mental. Pero el 13 de octubre, Bad Bunny sacó su nuevo álbum, y un paseo por redes sociales me bastó para darme cuenta de que he vivido engañada: como canta Peret, el odio hacia el trap no estaba muerto.
El acalorado debate comenzó cuando un usuario capturó un fragmento de la letra de BATICANO. Cabría esperar que, a estas alturas, a nadie le sorprendiera que Benito no tratara de replicar la poesía cantada de Joaquín Sabina para acompañar su autotune, pero los Críticos Musicales De Twitter se mostraron absolutamente horrorizados: «Si Michael Jackson levantara la cabeza...»; «Este tipo ha tenido que pactar con los Illuminati para hacerse famoso»; «¡Está insultando a la música de calidad!». De acuerdo a algunos testimonios, la industria ya no busca el verdadero talento, solo quiere hacer dinero, y los oyentes de reguetón son unos incultos que corearían cualquier basura.
En primer lugar, la industria musical, como todas las industrias habidas y por haber, ha tenido como objetivo sacar rédito desde el origen de los tiempos. Os aseguro que Whitney Houston fue a China a cantar la banda sonora de El guardaespaldas porque el público quería escuchar sus discos, no porque cantara maravillosamente; si el comprador objetivo hubiese querido una lobotomía, se la habrían facilitado asimismo. Si por técnica vocal fuera, digo yo que la carrera de Rosa de España habría despegado en algún momento de los últimos veinte años.
Dato curioso: lo que en referencia al estilo de Whitney Houston hoy muchos denominan «música de verdad», siempre en detrimento de otros géneros, eran en aquel entonces ritmos discotequeros que a menudo se encuadraban en... Sí, el género urbano. Es más, Whitney se ganó el desprecio de la comunidad negra por sacrificar el góspel puro y venderse a lo comercial. ¿Nos suena este debate? Así es, también lo sufrió la mejor cantante femenina de la historia.
Da que pensar.
En segundo lugar, y a mi parecer, el modelo de persona que airea a la mínima de cambio su desprecio hacia el trap suele ser el mismo que, cuando le preguntan por un libro y una película, contesta uno de García Márquez y una de Tarantino, porque, eh, mi elevado coeficiente y mi sabiduría cultural no la vas a andar cuestionando. No tienes que recitar de memoria la letra de Callaíta para descolgarte la etiqueta de esnob, pero la gente corriente a la que la música urbana no le convence no suele perder el tiempo reivindicando que Freddie Mercury se echaría las manos a la cabeza si conociera a Anuel AA. Es decir: no sienten la necesidad de mencionar en la conversación que ellos, los que están en posesión de La Verdad Absoluta, escuchan a, redoble de tambores, genios incuestionables.
Casi parece que este odio hacia lo popular tan ruidosamente manifestado se fundamente en el deseo (humano, sí, pero no por ello perdonable) de sobresalir: yo no soy como los demás, chaval.
El argumento que considera que, por definición, lo popular carece de calidad, es el síntoma más flagrante del clasismo. De forma voluntaria o involuntaria, y digo esto porque habrá quien no se haya detenido a meditarlo, defiende que no cualquiera puede hacer música, que no cualquiera puede escribir, que no cualquiera puede pintar. Es decir, restringe el arte a quienes se pueden permitir hacerlo, ya sea por obra de Dios —que les hizo entrega de un talento sin parangón— o porque tiene acceso a un conservatorio profesional que le enseñará los orígenes del canto gregoriano. Por eso Rosalía, pese a hacer música urbana, tiene un pase para nuestros amigos los Cruzados Del Buen Cantar: porque Rosalía ha estudiado flamenco.
Pero de la validación académica y la titulitis aguda ya hablaremos otro día.
Coincido en que no cualquiera puede hacer buena música, escribir un buen libro o pintar un buen cuadro. Pero también la definición de «bueno» está limitada para estos sujetos: «bueno» es, por ejemplo, el Juicio Final de la Capilla Sixtina, lo que canónicamente se ha definido en los libros de texto como «un clásico». «Malo» es cualquier edificio o pintura de inspiración moderna.
Para muestra, un botón: mirad la eterna discusión sobre el arte abstracto. Es casi imposible oír a un especialista echar pestes sobre las corrientes contemporáneas, y, sin embargo, das una patada a una piedra y te salen un millón de detractores. Hasta el conductor de mi último BlaBlaCar me aseguró ser capaz de pintar un Rothko o un Pollock..., pero la delirante autoestima de algunos blancos heterosexuales mejor la analizamos en otro momento.
El odiado expresionismo abstracto nace en un momento histórico en el que predominaba el pesimismo y la incertidumbre. Por ello, se prescinde de la técnica en aras del desahogo emocional. Y ¿cómo vamos a prescindir de la técnica? ¿Acaso te has vuelto loco? Paradójicamente, los que se las dan de eruditos rara vez prestan atención al contexto de las obras y siempre halagan lo que es hermoso sin ninguna otra consideración, como si el arte solo tuviera un fin estético.
Ningún presunto entendido os diría ni en mil años que la basílica de San Pedro, un ejemplo de arquitectura barroca, sea un castigo para la vista. Pero la propia palabra que designa el movimiento viene de «barrueco», un término que quería decir «deforme»: del mismo modo que los que hoy alaban el barroquismo arremeten contra la música urbana, los seguidores del Renacimiento renegaban del Barroco. Les parecía un estilo engañoso, irregular y recargado. Se repite la historia: odio hacia lo popular y ensalzamiento de lo armónico.
En tercer lugar, y ya para acabar... ¿Un pacto con los Illuminati? ¿De verdad? El que dice que se puede alcanzar la cima del éxito sin una pizca de talento, miente descaradamente. Por favor, aceptémoslo. El artista musical ya no es una voz. El artista musical es una presencia, es una energía, es una estética. Su talento puede ser cantar, o componer, o las puestas en escena, o el carisma a la hora de hipnotizar al público, o, como en el caso de Benito, combinar distintas corrientes urbanas e influencias de antaño para fusionarlas en un producto comercial, demostrando en todo momento una cultura musical incomparable: para muestra, la canción MONACO, que altera la melodía de Hier Encore de Charles Aznavour para componer un tema actual y pegadizo.
Por eso, porque cada músico nos ofrece una experiencia distinta, pidiéndole a Benito la lírica de Serrat, estamos cometiendo la necedad de mezclar la velocidad con el tocino. Me recuerda a cuando algunas consumidoras de literatura valoran una comedia romántica con dos, tres estrellas, esto a pesar de haberles encantado, porque carece de la profundidad psicológica de una novela de Tolstói. Más allá de que debamos saber a qué venimos cuando elegimos una historia de Ali Hazelwood o cuando escuchamos el álbum de Benito, las obras y artistas han de valorarse en su contexto. Esto es, compararse únicamente con sus análogos: Benito podría equipararse a Daddy Yankee, a Don Omar, a Eladio Carrión; si Whitney Houston debiera competir, lo haría, por género y por talentos similares, con Mariah Carey. Tiene sentido decir que me gusta más Dostoievski que Chéjov, pero no que prefiero a Beethoven antes que a Paulina Rubio.
Por cierto, Paulina Rubio no podría haber compuesto la Novena Sinfonía, pero, seguramente, Beethoven no sabría escribir Ni una Sola Palabra.
A mí, como me gustan la velocidad y el tocino, disfruto de ambas piezas y sonrío feliz con mi enriquecimiento.
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