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Métodos anticonceptivos victorianos

  • Foto del escritor: Eleanor Rigby
    Eleanor Rigby
  • 8 ene 2024
  • 5 Min. de lectura

Mi método anticonceptivo favorito demuestra que, no mucho tiempo atrás, nuestra sociedad victoriana había sido medieval: los hombres se ataban el escroto. Literalmente.



Algo que nuestros encantadores protagonistas van a hacer una vez se enamoren, esto siempre y cuando no hayan nacido entre las páginas de un clean romance, es echar pasión en el establo. Y a no ser que nuestra trama verse sobre embarazos inesperados —por favor, no lo hagáis. No en mi presencia, no en mi nombre—, cabe mencionar los métodos anticonceptivos.


Pese a su relevancia, sé que no son ampliamente referenciados porque cortan bastante el rollo. Te aseguro que por más carisma que tenga, tu lord William Loughy no se va a ver sexy sacando de la cinta de la chistera un condón de vísceras de mamífero y envainándolo con propósitos de dudosa moralidad. Así pues, si has decidido detenerte en este artículo para aprender algo nuevo que introducir en tu próxima novela histórica, este no es tu sitio… a no ser que te interese arruinar una preciosa escena erótica.


Si es el caso, bienvenida a Cómo Quitarle Todo El Morbo A Un Buen Magreo.


La opción 100% fiable y cristiana apostólica romana, es no caer en la tentación de fundirte en los brazos de lord William Loughy. Como te podrás imaginar, no era una opción muy popular. Más que nada porque la alternativa a preñar a tu prostituta de Whitechapel preferida, tu prima segunda o tu parienta —recordemos que tener más de dos o tres hijos ya era vicio y perversión, así que los anticonceptivos eran recurrentes dentro del matrimonio—, es dar rienda suelta a los placeres del onanismo. Vamos, un acto prohibido y aberrante que te garantizará la expulsión del paraíso. ¿Por qué? Pues porque lo dice el Génesis de la Sagrada Biblia. Si no me crees, mira cómo acabó Onán.


La técnica más habitual y presente incluso en el día de hoy, porque de higos a brevas puede resultar efectiva, era la marcha atrás. Que fuese la opción socorrida de nuestros protagonistas —no sé a los vuestros, pero a los míos les va bastante este rollo— es un grave error de contexto, porque en el siglo XIX se popularizaron las temibles consecuencias de incurrir en este acto «incompleto y antinatural». A los hombres les podía causar impotencia, y a las mujeres, esterilidad, enfermedades uterinas como la metritis, tumores, pólipos, cólicos, neurosis, cáncer de mama, leucorrea, y, venga, quién da más, caballeros, que tengo los efectos secundarios en oferta. Además de eso, podía producir algunos síntomas nerviosos en ambas partes, como dolores de cabeza, problemas de visión, dispepsia, insomnio, pérdida de memoria… Y que la ira de Dios cayera sobre ti en su máximo esplendor, lo que no es moco de pavo. ¿Que cuál es el fundamento médico que explica los padecimientos femeninos de la marcha atrás? Oh, esta es mi parte favorita: los profesionales estaban convencidos de que es la falta del orgasmo en la mujer lo que propicia este diagnóstico de miedo. Y como todos ya sabemos, porque el clítoris son los padres, una mujer solo puede alcanzar el orgasmo si su partenaire derrama su simiente en el lugar indicado.


(Espera, que hay más. En aquel entonces ya estaban al corriente de que este método no era del todo efectivo. Y como no les habían metido miedo suficiente en el cuerpo, coronaban sus rocambolescas teorías con que si te quedabas preñada tras la realización de la marcha atrás, a los nueve meses dabas a luz una criatura contrahecha. El porqué, y cito textualmente, se debe a que «se han alterado las condiciones necesarias para la elaboración del producto normal. No es de extrañar que resulte en uno de esos monstruos descritos en los tratados de teratología». A ver quién es el listo que roba un beso en los jardines de Vauxhall teniendo la certeza de que esto es lo que le espera si comete la inmundicia de tener sexo sin una finalidad reproductiva.)


Pero pongamos que lord William Laughy insiste en yacer con su querida. ¿Qué opciones sanas le quedan? Pues los condones ya existían, solo que se les llamaba, y dejad que me aclare la garganta, baudruches —«globos» en francés—, cartas francesas —cabe imaginar que fue un producto popularizado por los gabachos. Nada que nos deba extrañar, porque eran conocidos por ser unos grandes amantes—, cajas fuertes, armaduras, y, mi preferida, «máquinas». No era ni de lejos el método más frecuente: se resbalaba o se rompía con facilidad, y lo que era peor, «minimizaba la sensación», la misma excusa que usaba tu ex para convencerte de hacerlo a pelo. Yo no los habría usado, la verdad, pero porque se fabricaban con tripa de oveja, vejiga de pescado o la piel de algún animalito adorable.


¿Qué recomendaban los doctores en sus publicaciones científicas? La respuesta os sorprenderá, quizá por esa leyenda urbana de que los victorianos eran unos cerdos: ¡higiene! Utilizar una esponja del tamaño de una nuez y atarle un hilo de seda fina, mojarlo en sulfato de hierro e insertarlo en tu persona para matar las propiedades reproductivas del semen, o introducirte agua fría, vitriolo blanco o cualquier espermicida del estilo de la alumbre o el zinc con una jeringuilla, esto inmediatamente después del coito. Algunas mujeres avezadas y siempre listas para la acción tenían una en su mesilla de noche. Cosas que enamoran a un hombre.


¡Supositorios vaginales hechos de manteca de cacao… y de ácido tánico! Esto es pura física: se derrite dentro de ti y acto seguido se enfrenta a una virulenta batalla contra los espermatozoides.


Mi método anticonceptivo favorito demuestra que, no mucho tiempo atrás, nuestra sociedad victoriana había sido medieval: los hombres se ataban el escroto. Literalmente. Apuesto por que la promovió el marqués de Sade. No está muy recomendada, como es natural. El efecto en la salud era, aparte de un sufrimiento genital insoportable, mortal para la vitalidad del individuo, que acababa como si «hubiera practicado de forma constante la autocontaminación». No hace falta que lo jures. Yo te creo.


El capuchón cervical (French Pessaire), pesario o capa, ¿el antecedente del DIU? Debatamos. Una criatura mastodóntica de metal que la mitad de las mujeres se ponían mal, y que sobre todo te solucionaba un prolapso del útero. Esto del pesario, al tratarse de un objeto, te lo solían mandar por correo. Imagínate la situación. Es como cuando te llega el paquete de Platanomelón a casa de tus padres.


En definitiva, y pese a ser una afrenta contra Dios en algunos círculos sociales, los métodos anticonceptivos no estaban tan —y recalco, TAN— mal vistos en la época victoriana. La misma reina, conservadora como era, odiaba estar embarazada. Opinaba que los bebés eran algo grotesco y afirmó no sentir la menor ternura por sus propios hijos hasta que se convertían en seres pensantes.


Dicho esto, no creo que ella hubiese aplaudido estos «avances» médicos para evitar la concepción.

Pero si no los prohibió, por algo sería.

 
 
 

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